
Cobrar a tiempo debería ser un derecho básico en cualquier relación comercial. Sin embargo, en España sigue siendo un privilegio. La morosidad, lejos de remitir, se enquista como una enfermedad crónica que castiga sobre todo a las pequeñas y medianas empresas, las verdaderas sostenedoras del empleo en este país. La pregunta ya no es cuánto cuesta la morosidad, sino cuántas empresas más estamos dispuestos a dejar caer por mirar hacia otro lado.
Los datos oficiales indican que las Administraciones Públicas están reduciendo sus plazos medios de pago. Pero esa imagen no cuadra con la realidad que viven muchas empresas.
Encuestas recientes revelan una percepción generalizada de que las AAPP siguen pagando mal y tarde. Esa divergencia entre los números oficiales y la experiencia real de proveedores refleja un problema de fondo: pagos que no computan hasta fases muy avanzadas, burocracia paralizante y falta de transparencia.
Mientras tanto, en el ámbito de las relaciones comerciales entre empresas, grandes lobbies continúan usando su poder de negociación para imponer condiciones leoninas. No solo pagan fuera de plazo, sino que convierten el retraso en un modelo de financiación encubierta a costa de sus proveedores.
El resultado: miles de pymes asfixiadas, sin liquidez ni margen de maniobra, con consecuencias directas en inversión, empleo y crecimiento.
En este contexto, la Plataforma Multisectorial contra la Morosidad (PMcM) se ha consolidado como un actor clave, incómodo para algunos, pero necesario. Gracias a su presión, la Comisión Europea ha reconocido que la Directiva 2011/7/UE ha fracasado.
Por eso ha propuesto un nuevo Reglamento con medidas más duras: plazo máximo de 30 días (con excepciones limitadas) y sanciones automáticas por impago. Y seguiremos trabajando en Europa. Ahora desde más frentes: a través de Pimec, entraremos en el Comité Económico y Social de la UE.
Pero el camino en Bruselas no será fácil. La realidad es que los Estados miembros presentan situaciones muy dispares en materia de morosidad: países con tradición de pago riguroso frente a otros con tolerancia estructural al retraso.
Esto implica una batalla de intereses cruzados, donde no todos los gobiernos ni todos los sectores económicos están a favor de endurecer las reglas. Por eso, España debe alzar la voz con claridad, defendiendo una normativa europea ambiciosa que proteja a las pymes y castigue de verdad a los morosos.
Ahora bien, incluso con un reglamento más exigente, el problema no se resolverá si no se actúa con contundencia a nivel nacional. Nuestro país necesita reforzar su sistema de control y sanción, dotar de medios reales a los mecanismos de vigilancia y promover una auténtica cultura del pago responsable.
Iniciativas como el Sello de Pago Responsable son más que simbólicas: son un instrumento para visibilizar quién juega limpio y quién no. En un contexto de inflación, financiación cara e incertidumbre global, cobrar en plazo ya no es una ventaja competitiva: es una condición mínima para sobrevivir.
La competitividad no se construye solo con fondos europeos o digitalización. Se construye con reglas justas, cumplimiento efectivo y responsabilidad compartida. Y eso empieza por lo más básico: pagar cuando toca.