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Fernando Botella

CEO de Think&Action

De Don Quijote a Netflix: el valor de las ideas imperfectas

El emprendimiento no es un destino, sino un camino de búsqueda. Requiere el coraje de lanzarse, la resiliencia de aprender del error y la imaginación de mirar el futuro con los ojos de un soñador.

De Don Quijote a Netflix: el valor de las ideas imperfectas

En tiempos en que el emprendimiento se asocia con unicornios tecnológicos, rondas de inversión millonarias y éxitos meteóricos, conviene recordar que el verdadero espíritu emprendedor no nace del resultado, sino del intento.

Probar, equivocarse y volver a intentarlo

Lo que define a quien emprende no es la genialidad de su primera idea, sino su capacidad para probar, equivocarse y volver a intentarlo.

Lo expresó recientemente Marc Randolph, cofundador de Netflix, con una claridad poco habitual en un mundo obsesionado con el éxito: “Para emprender no hace falta una buena idea, sino cientos de ideas malas”.

Esa afirmación, lejos de ser un gesto de falsa modestia, encierra la esencia de la innovación: una cultura que premie la experimentación por encima del miedo al fracaso.

“La única opción es hacer algo, probar, construir. Aprendes más en una hora haciendo que en seis meses planeando”, sentenció el ejecutivo.

Emprender implica acción

En un entorno donde la parálisis por análisis es uno de los mayores enemigos del progreso, sus palabras suenan casi revolucionarias. Emprender —como aprender— implica acción. Significa aceptar la incertidumbre, asumir el error como parte del proceso y entender que el camino no siempre se traza con un mapa claro.

La historia de Randolph y Netflix es el ejemplo perfecto de esta filosofía. La plataforma que cambió la forma de ver televisión nació de una sucesión de intentos fallidos, de ideas que no funcionaron, de ajustes constantes.

Pero esa cultura de prueba y error fue precisamente lo que permitió que, con el tiempo, una de esas ideas “malas” terminara por transformar una industria entera.

Liderazgo visionario 

Esa mentalidad, curiosamente, tiene mucho que ver con la sabiduría literaria de uno de los personajes más universales de la cultura española: Don Quijote de la Mancha.

El caballero de Cervantes, más allá de su locura aparente, encarna la esencia del liderazgo visionario: ve el mundo no como es, sino como podría ser.

Y aunque a menudo sus aventuras terminan en fracaso, cada caída lo convierte en un símbolo de perseverancia, de la capacidad de levantarse una y otra vez, incluso cuando todo parece perdido.

Soñadores de la innovación

El paralelismo entre el Quijote y el emprendedor moderno es inevitable. Ambos viven impulsados por un ideal que otros no comprenden. Ambos son, a su manera, soñadores que desafían el status quo.

Don Quijote se lanza a la aventura convencido de que puede cambiar el mundo con su lanza y su fe; el emprendedor lo hace con una idea y la convicción de que puede mejorar la vida de los demás. Ambos fracasan, sí, pero lo hacen avanzando.

En la obra de Cervantes, el fracaso no es el final, sino parte del aprendizaje. Esa misma visión debería aplicarse al emprendimiento. En lugar de estigmatizar el error, habría que verlo como un laboratorio de descubrimiento. Solo quien se atreve a caer puede encontrar un camino nuevo.

Por eso, las culturas que más innovan son las que permiten equivocarse, las que no castigan el intento fallido, sino que lo valoran como una muestra de iniciativa.

El valor de la imperfección

El liderazgo que hoy necesita el mundo —en las empresas, en la política, en la sociedad— tiene mucho de quijotesco. Requiere visión en un entorno incierto, coraje para enfrentarse a los “molinos de viento” del miedo y la burocracia, y sobre todo, la humildad de aceptar que no todas las ideas serán buenas.

En un mercado saturado de discursos sobre éxito y productividad, hace falta reivindicar el valor de la curiosidad, del ensayo, de la imperfección.

Randolph y Cervantes, separados por siglos, coinciden en una misma enseñanza: no hay innovación sin acción, ni aprendizaje sin error. En un mundo que se mueve a la velocidad de los datos y las tendencias, planificar eternamente es otra forma de inmovilidad.

Los grandes avances no surgen de esperar el momento perfecto, sino de lanzarse al vacío con la convicción de que el proceso de construir enseñará más que cualquier manual.

Más allá de lo evidente

El Quijote no venció gigantes, pero su viaje inspiró generaciones enteras a mirar más allá de lo evidente. De igual manera, el emprendedor que fracasa deja un legado: demuestra que es posible intentarlo, que la voluntad de crear vale más que el miedo a perder. Cada proyecto que no prospera deja aprendizajes que alimentan los que sí lo harán.

Quizás el mayor desafío del emprendimiento contemporáneo sea reconciliar el pragmatismo con el idealismo. No basta con tener una buena idea ni con repetir fórmulas de éxito ajenas.

Cultivar la mente

Emprender exige una fe casi quijotesca en lo imposible, una mezcla de razón y locura capaz de transformar la frustración en impulso. Como diría Randolph, no se trata de esperar la idea perfecta, sino de cultivar una mente fértil para que florezcan muchas imperfectas.

El emprendimiento no es un destino, sino un camino de búsqueda. Requiere el coraje de lanzarse, la resiliencia de aprender del error y la imaginación de mirar el futuro con los ojos de un soñador.

El mundo no necesita más genios que acierten a la primera, sino más Quijotes que se atrevan a intentarlo mil veces. Porque solo quien se atreve a actuar —aunque se equivoque— está verdaderamente vivo en la aventura de crear.

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