
Hay un momento mágico en toda historia emprendedora. Alguien tiene una idea, se atreve a ponerla en marcha y logra lo que para muchos parece imposible: arrancar una empresa de la nada. Es quien moviliza los primeros recursos, quien convence a clientes, proveedores y familiares, y quien se deja la piel para que algo que solo existía en su cabeza empiece a funcionar en el mundo real.
Ese emprendedor inicial es el motor de todo. Sin su empuje, sin su inconsciencia inicial, sin su capacidad de abrir puertas y sostener el riesgo, la empresa no existiría. Merece toda la admiración: ha hecho lo más difícil.
Y sin embargo, no son pocas las veces en que ese mismo motor acaba siendo el freno. El fundador puede convertirse en el mayor riesgo para su propia empresa, y no porque pierda talento o deje de quererla, sino porque lo que la hizo grande en su origen se transforma en un obstáculo cuando el negocio madura. Es como si la empresa desarrollara un mecanismo de autoinmunidad: la misma energía que la creó empieza a atacarla desde dentro.
Al principio, el emprendedor es absolutamente imprescindible. Todas las decisiones pasan por él. Es quien arriesga su dinero, quien resuelve cualquier urgencia, quien conoce al primer cliente por su nombre y sabe de memoria cada factura que entra y cada euro que sale.
La empresa necesita rapidez, intuición y coraje. En esos primeros compases, no hay tiempo para comités, procedimientos ni sofisticación: lo que hace falta es acción inmediata.
Sin embargo, conforme la empresa crece, sus necesidades cambian. Aparece la exigencia de método, de gestión profesional, de procesos claros. Se vuelve necesario que otros empiecen a tomar responsabilidades reales, que el conocimiento deje de estar concentrado en una sola cabeza, que haya espacio para que aparezca el talento de los demás.
Es el momento en que el fundador debería cambiar de rol: dejar de ser el único piloto y pasar a ser, al menos en parte, diseñador de la ruta, inspirador de la visión, y garante de que la empresa tenga futuro más allá de su sombra.
El problema es que muchos fundadores no hacen esa transición. Siguen actuando como si la empresa siguiera teniendo tres empleados, cuando ya tiene treinta. O como si todo dependiera de ellos, cuando ya debería existir un sistema que soporte el crecimiento.
Y en ese momento crítico, lo que antes era virtud se convierte en defecto. La misma fuerza que impulsó la empresa empieza a estrangularla.
A veces el emprendedor se aísla. Sabe que hay problemas, pero no los comparte. Oculta los riesgos, especialmente los financieros, con la esperanza de resolverlos solo, para no parecer débil ante los demás. Cuando la situación estalla, ya es demasiado tarde para que el equipo o los socios puedan reaccionar.
En otras ocasiones, el fundador confunde la empresa con su extensión personal. Usa recursos de la compañía como si fueran propios, con la sensación de que “todo esto es mío y hago lo que quiero”, sin medir el efecto que tiene en la moral del equipo y la confianza de los socios.
Hay casos en los que la obsesión es el control absoluto. Cada decisión pasa por el fundador: desde la estrategia comercial hasta el color del boli de la oficina. Lo que empezó siendo perfeccionismo acaba transformándose en una jaula de oro que mata la iniciativa de quienes podrían impulsar el negocio.
Y, en el extremo, surge el bloqueo emocional: el emprendedor no soporta la contradicción. Si alguien le plantea una mejora que implica cambiar su manera de hacer las cosas, reacciona con rechazo o incluso con enfado. Esa energía que antes impulsaba, ahora asusta y paraliza.
Lo peor de este proceso es que el daño no siempre es inmediato. Muchas empresas sobreviven un tiempo por pura inercia: tienen clientes, generan ingresos, incluso dan beneficios. Pero por dentro, la degradación avanza.
Los buenos empleados se marchan porque no ven futuro. Los socios pierden confianza. Los clientes perciben el desorden, la falta de profesionalización y la dependencia total de una sola persona. La empresa deja de crecer, se estanca y empieza a perder oportunidades. Y casi siempre, el fundador termina solo, atrapado entre la nostalgia del pasado y la incapacidad de abrir las ventanas para que entre aire nuevo.
La buena noticia es que el remedio existe, aunque requiere un gesto de humildad y valentía: soltar el control absoluto. Crear un consejo asesor que aporte mirada externa y sea capaz de decir lo que dentro nadie se atreve. Incorporar gestión profesional que se encargue de la operativa diaria, mientras el fundador se concentra en lo que de verdad aporta valor.
Dejarse acompañar por gente que ha vivido ya ese proceso de profesionalización (gestores, consultores). Aprender a separar los roles de propietario y de director, y aceptar que no todo lo que decido como dueño debo ejecutarlo como jefe. Y, sobre todo, escuchar y confiar.
No se trata de desaparecer ni de renunciar al legado. Se trata de permitir que la empresa crezca más allá del ego del fundador. Porque lo que mata a muchas empresas no es la competencia, ni la tecnología, ni el talento que se va. Lo que las mata es que su propio motor, ese turbo a tope que las hizo despegar, se queda encendido a toda potencia… hasta gripar.